Tres caras de la historia
Génesis del paraíso del tercer milenio


*Ximena Narea


El Paraíso es la metáfora donde tiene lugar el génesis de la humanidad. Allí nace el hombre a imagen y semejanza de la perfección, y la mujer es creada de una parte del hombre (una costilla según la fantasía del autor). Esta historia es una interpretación de nuestra existencia en este mundo narrada desde el punto de vista de quien escribe los supuestos hechos. La lectura del relato nos muestra a un sujeto débil e incapaz de asumir su responsabilidad en los hechos que relata. Opta por acusar del fracaso de ese paraíso al otro, uno que, sin embargo, él considera un apéndice suyo, es decir alguien que no es otro enteramente, alguien que no puede tener identidad propia, sino que es un pedazo de él mismo. Su relato se contradice mil veces, es manipulativo y mal intencionado; y sin embargo es un relato, que 2000 años después de escrito su último capítulo, sigue influyendo nuestro diario vivir.

Paraíso Cero, un ser un Dios -tema de Eventa5- invita al espectador a un retorno al paraíso, al punto cero en el cual empiezan las interpretaciones del fracaso de los intentos de ser Dios. Tenemos la oportunidad de ver 54 interpretaciones de ese fracaso, que no es otra cosa que las expresiones de nuestras limitaciones como seres humanos. Concentraré mi lectura en tres «relatos»que corresponden a tres artistas, casualmente, de origen chileno: Ismael Frigerio (vivió en Nueva York desde fines de 1981hasta principios de 1993 y actualmente está radicado en Santiago), Juan Castillo (radicado en Suecia desde 1989) y Héctor Siluchi (radicado en Suecia desde 1984). Frigerio toma dos episodios de la historia de Chile del siglo pasado y trabaja dos tipos de imágenes que se complementan. Siluchi se centra en la diáspora contemporánea, del cual él es uno de los protagonistas. Castillo trabaja con imágenes de seres anónimos de una historia que diariamente nos relatan los medios de comunicación.




Interpretación de la historia por los medios de comunicación:
la obra de Juan Castillo
















Fotos: Miguel Gabard (Nr 1),
Pedro Ordenes (Nr2, 3, 4, 5, 6)
y Carolina Pacual (Nr 4)

Gracias al desarrollo de la tecnología de los medios de comunicación, nuestra sociedad es la de mayor flujo de imágenes que ha conocido la historia. La imagen única e irrepetible da lugar a la imagen reproducida en forma masiva, es más, en los países industrializados, la mayoría de la población tiene acceso a la tecnología que hace posible no sólo la reproducción y manipulación de imágenes sino que permite que el usuario cree sus propias imágenes.

La imagen noticiosa, que hasta hace unas décadas era incuestionable porque se creía que su «objetividad» era mejor que mil relatos hablados o escritos, ha perdido credibilidad. Al igual que el que relata una historia elige qué aspectos de los hechos va a presentar como relevantes y hasta va a orientar las simpatías del lector hacia un grupo cultural, una determinada expresión artística o un bando en conflicto, la imagen es presentada con una intención, es selectiva, manipulativa y hasta tendenciosa. El fotógrafo o el hacedor de imágenes pertenece a una cultura determinada y desde ese punto de vista produce sus imágenes. En nuestra cultura, la imagen de los medios de comunicación tiene dos caras, una es la del líder, identificado con nombre y apellido y la otra es la del ser anónimo, aquel que ha sufrido un desastre de la naturaleza y que no tiene donde vivir, aquel que está en el frente de combate y que arriesga su vida por «defender a su patria» o aquel que se salva de un ataque militar y deambula por un campo de refugiados de las Naciones Unidas. La imagen que vemos en los periódicos o en la televisión no es ingenua, cada vez en forma más rebuscada se busca impactar al espectador -ya ahíto de imágenes de guerra y de damnificados por terremotos o inundaciones- con el último drama. En ese drama, la noticia olvida al individuo y lo transforma en un cuerpo, en la ilustración de un relato, en el cual se da a conocer debidamente el nombre del fotógrafo, pero no el del infeliz que es capturado en su dolor por el lente.

Juan Castillo recolecta los rostros anónimos de esas ilustraciones que aparecen en la prensa y los pone en un altar formado por dos franjas de dos cajas de luz cada una construidas en madera prensada sin pintar. Cada franja soporta una serie de jabones puestos a lo largo, uno al lado del otro. Una tela con cinco franjas verticales con manchas de distintos tonos de marrón y cuatro bombillas eléctricas ocupan el centro del espacio dejado entre los dos anaqueles. Al centro del anaquel inferior un libro, y sobre éste una imagen iluminada desde atrás. A cada jabón Castillo ha pegado una imagen previamente bañada en cera; son los rostros anónimos recortados de las noticias de la prensa. Las franjas de manchas de tela del centro están hechas con té, tabaco, petróleo, café y cacao y las ampolletas están pintadas de color marrón y luego tienen el siguiente texto: utopía negra - utopía amarilla - utopía mulata - utopía blanca. El ubicado al centro de la franja de cajas de luces inferior, es un tomo del Diccionario Sueco y la imagen que sostiene es un positivo de 6x6 encontrado en un depósito de objetos en desecho en el que aparecen dos suecos en uniforme militar más otra imagen más pequeña de una joven, la misma que aparece en posición invertida en la parte inferior de la tela. La imagen de los soldados, que debe ser una de las primeras fotografías en color, y la de la joven están puestas en un marco de vidrio velado con cera de abeja.

La instalación, ubicada en un galpón de Ekeby Qvarn, es la primera parte de la obra; la segunda es un plástico doble en cuyo interior están los mismos rostros digitalizados e impresos a tinta en tamaño A4. El plástico está puesto justo sobre el canal que pasa por debajo del molino de agua. El efecto que se produce es que el plástico doble deja pasar pequeñas gotas de agua que van borrando los rostros.

Castillo trabaja la idea del rostro anónimo de la historia en varios planos. Por un lado saca a esos rostros del "anonimato" y los transforma en imágenes "sagradas" ambientándolas en una especie de altar, un lugar en el cual la tradición católica venera a sus santos, personajes cuya historia se muestra como ejemplo al resto de la colectividad. Este lugar de imágenes eternizadas se contrapone al de las imágenes del plástico sobre el canal, que van desapareciendo a medida que se va filtrando el agua. Vemos aquí dos caminos que toma la memoria de una cultura, el primero (el altar) representa al personaje que se ha hecho relevante y que permanece, mientras que el otro (las imágenes en el plástico) representa al personaje que no logra traspasar el momento. En la instalación, Castillo usa las mismas imágenes en uno y otro lado, la diferencia es que en el altar, las imágenes están en color mientras que en el canal están en blanco y negro. Esta contradicción la encontramos en el mismo altar, pero en forma más sutil: los rostros adheridos a los jabones están también reproducidos en las líneas verticales exteriores de la tela que nos habla de la madre tierra, pero aquí los rostros han sido invertidos. Las manchas del centro nos hablan de una historia protagonizada por los rostros anónimos de las verticales exteriores.




Interpretación de la historia heredada:
la instalación de Ismael Frigerio






















Fotos: Pedro Ordenes (Nr2, 3, 4)
y Carolina Pacual (Nr 1)

En la sala del segundo piso del molino de agua, un hermoso espacio de muros blancos, Frigerio ha dramatizado el espacio cubriendo la entrada de luz natural con papel de aluminio y usando una luz suave para iluminar los objetos que protagonizan la historia. La obra tiene dos tipos de imágenes, que corresponden a dos episodios de la historia de Chile. El primer relato es una secuencia de imágenes superpuestas de bosques quemados, troncos que viajan por un río y llamas proyectadas sobre una tela de gran tamaño. Seis pistas de sonido basados en la caída de una gota de agua acompañan la secuencia. La obra hace referencia a uno de los resultados drámaticos de la «colonización del sur» de Chile, que arrasó el bosque natural.

El segundo relato nos muestra siete cruces en madera de color natural suspendidas a aproximadamente un metro del suelo y muy próximas a las murallas de la sala. Cada cruz tiene un marco que contiene imágenes transparentes en blanco y negro iluminadas desde atrás con luz tenue. Bajo cada cruz hay un montón de sal gruesa. La cruz, el marco y la sal son elementos, que independiente de su justificación estética, son signos que estimulan nuestra constante búsqueda de signficados; no están allí sólo por sí mismos, sino que apuntan a significados que van más allá de sus cualidades físicas y en ese sentido son signos. La cruz, el marco y la sal justifican su presencia en ese lugar porque quieren decir algo que trasciende la forma que se crea al poner dos listones cruzados con un marco en el centro y un montón de color blanco con un sabor salado.

Para alguien nutrido con la tradición occidental cristiana, la asociación de la cruz es directa; la misma tradición ha hecho de la cruz el signo más importante de sí misma. La cruz era el instrumento donde se ejecutaba a personas que de cualquier forma amenazaban la estructura de la cultura romana, dominante en el Siglo Cero. Culpables e inocentes morían colgados de cruces, a vista y satisfacción de sus verdugos. Sin embargo, la cruz no se convirtió en signo por esos miles de infelices que murieron crucificados sino por un personaje cuyo discurso cuestionó los cimientos de la cultura dominante -y de la cultura a la que él mismo pertenecía- y terminó por convertir a todo el mundo occidental a su credo, después de haber muerto sufriendo el mismo castigo que sus semejantes. La tradición hizo de la cruz también el signo que indica el lugar donde se ha enterrado a alguien. En la obra de Frigerio, el cuerpo del crucificado es un marco, que normalmente es de dimensiones menores y está ubicado sobre la cabeza de Cristo con el texto INRI (Iesus Nazarenus, Rex Iudeorum), que Pilatos hizo poner en su cruz. En cada marco vemos una fotografía impresa en un material transparente con imágenes tomadas en un cementerio. En una de ellas observamos una cruz con un marco en la misma forma de las cruces de Frigerio; no se alcanza a apreciar el contenido de ese marco, pero podemos deducir que se trata de la historia de la persona cuyos restos descansan en ese lugar. El ambiente que rodea esos cementerios es árido, no hay vegetación de ningún tipo. Como parte de una tradición que dio origen a esas imágenes identifico esos cementerios con los de las salitreras del norte de Chile. Esas salitreras protagonizaron la expansión de la economía chilena de la segunda mitad del siglo XIX y fueron la razón de la Guerra del Pacífico entre Chile y Perú y Bolivia (1879-1883). El salitre artificial terminó con esa época de prosperidad y condenó a una muerte lenta a decenas de aldeas que terminaron por ser completamente abandonadas. Testigo de esos tiempos de bienestar quedan los cementerios con sus cruces adornadas con flores de metal. El crucificado de Frigerio son los restos de las salitreras cuyo recuerdo deambula en la historia de Chile como fantasmas solidarios del desierto. El signficado de la sal a los pies de las cruces se clarifica; en la imagen, la sal parece estar goteando de las cruces y más concretamente del relato que hay tras las transparencias, un relato que la sal va matando con cada cristal que cae. El título de la obra es Ceremonia a la memoria.




Interpretación de la historia personal:
las imágenes de Héctor Siluchi



Héctor Siluchi presenta una obra que sigue su reflexión en torno a la diáspora; una reflexión que ya se ha manifestado en obras como La cantija de las merenjenas (Oviedo, España 1999) y Victoria (Sala Cuadrilátero, Estocolmo 2000). En los ventanales que dan a la calle del Stadshus de Uppsala Siluchi muestra seis imágenes (1,80x1,20m) en blanco y negro impresas digitalmente. Las seis imágenes siguen el mismo patrón: están divididas en tres franjas horizontales, tienen el dibujo de un avión en la parte superior, en el centro imágenes de niños posando en bancos de escuela y en la parte inferior una palabra en un dialecto del castellano, el judeoespañol, escritas con letras minúsculas. Estas imágenes están acompañadas de una figura geométrica ubicada a la izquierda y pegada al vidrio de los ventanales del edificio. La figura, hecha con huincha adhesiva blanca contiene en su interior líneas rectas o cortadas en distintas direcciones.

El código cultural en la intepretación
Interpretar una imagen implica, sino compartir, al menos conocer el código cultural del artista. En el campo del arte se puede argüir el derecho del espectador de interpretar lo que le plazca en razón de su experiencia estética. Sin embargo, una obra se hace por algo y para algo, tiene una intención y más allá de la incuestionable experiencia estética personal, lo interesante es el desafío que plantea la obra que consiste en descubrir qué es lo que quiere trasmitir el artista. Mi primer desafío, después de haber «descubierto» los aspectos meramente técnicos y formales, que ya implica un conocimiento del código cultural en esa área, es interpretar las figuras que aparecen en esas imágenes. En la parte superior se repite la figura de un avión, una imagen común en nuestro medio cultural; en Suecia debe haber pocas personas que nunca han experimentado un viaje en avión, por lo que el signo funciona para transmitir la idea de viaje.

La segunda franja nos habla de quiénes son los que viajan: niños. El avión no sólo es el medio de transporte más efectivo de los últimos 50 años, sino el medio que ha permitido que personas de lugares de todos los continentes hayan llegado a este país y estén siendo agentes en la construcción de los cimientos de la futura Suecia. Una mirada a las imágenes nos revela que en algunas, los niños están vestidos unifor-madamente y que el diseño de los pupitres escolares es diferente entre una imagen y otra, y diferente a los que se usan actualmente en las escuelas suecas; sin embargo, en todas las imágenes puedo reconocer el ambiente de una sala de clases. Una información fundamental que nos trasmiten las imágenes es que se trata de niños pequeños, probablemente en su primer año de escuela. La interpretación avanza en su recorrido: la escuela es la institución que transmite la historia oficial de la cultura, es el lugar que «uniforma» los aspectos que la cultura considera más relevantes de conservar de sí misma. Estos niños son los que van a repetir lo aprendido de generaciones anteriores, y los que a su vez irán formando nuevas «escuelas», manteniendo o desechando expresiones heredadas e incorporando nuevas.



Cabe la pregunta: ¿Estas seis imágenes tienen un orden o están puestas al azar? Si están en un orden determinado, ¿cuál debería ser el punto de partida? En este aspecto de la interpretación tenemos dos partes de la obra que no hemos tocado y que nos pueden ayudar. La primera es la franja inferior de las imágenes, cada una con una palabra. La dirección «lógica» de la lectura de las lenguas latinas, germánicas y sajonas es de izquierda a derecha y es la que sigo en primer lugar; sin embargo, en este caso, esa dirección no parece la «correcta». La dificultad en definir la dirección de la lectura radica en la falta de palabras que conecten directamente un concepto con otro, lo cual obliga al espectador a buscar la conexión basado en una lógica conceptual. Si pruebo la lectura de derecha a izquierda, aparece la siguiente secuencia: discuvro (descubro) - caminus (caminos), - páxaro (pájaro) - árbuli (árbol) - avlas (aulas) - sulvidu (olvido). Esta secuencia da pie a una interpretación que refuerza las imágenes de las dos franjas superiores: el viaje, la escuela, la transmisión de cultura y la experimentación. La lectura de derecha a izquierda (propia del hebreo) es seguida por las figuras dibujadas en el ventanal del edificio, que son las instrucciones (en seis pasos) para hacer un pájaro a partir de un papel de forma cuadrada. Estas instrucciones, cuyo recorrido nos conduce a la figura de un pájaro nos trae de nuevo la idea de vuelo, de emigración y de difusión.

El título de la obra, Escala de grises, es sugestivo y no es pura metáfora, es el color de las imágenes de la franja del medio. La pregunta es, obviamente, qué pueden representar los grises en la obra. La asociación directa es la uniformidad de la escuela (acentuada por la imagen de una clase en uniforme), que se contrapone a la riqueza de matices culturales que puedan representar esos niños.

El relato escondido
Ciertamente, la interpretación puede llegar hasta aquí, pero la curiosidad nos lleva a investigar detalles del relato, detalles que no son conocidos por el público que pasa por la calle desde donde se ven las imágenes. Por ejemplo, porqué el uso del judeoespañol, quiénes son los niños que muestran las imágenes y cuándo fueron tomadas las fotografías. En este punto entra la historia personal del artista. Héctor Siluchi es originalmente de Viña del Mar, Chile, y llega a Suecia en 1984 como refugiado político.

Los niños que aparecen en las imágenes, en las que advertíamos diferencias, corresponden a fotografías tomadas en distintas épocas y en distintos países cuya historia tiene un punto de partida bien definido: un grupo del jardín infantil Agnesberg de la comuna de Solna en Estocolmo. Ese grupo está formado por niños nacidos en Suecia cuyos padres han emigrado de Rusia, Inglaterra, Chile, Argentina, Polonia y Etiopía; y entre ellos también una niña hija de padres suecos y el hijo menor de Siluchi. Algunas imágenes son de esos niños pero otras correponden a la época escolar de los padres de esos niños, época en la que aprendían los hitos más relevantes de la cultura de sus padres.



El uso del judeocastellano, que presenta serias dificultades de interpretación para un sueco que no tiene conocimiento de los idiomas derivados del latín, tiene su razón de ser en el origen sefardí de la abuela de Siluchi. Pero su inclusión en la obra no es meramente emocional. Si revisamos la historia, encontramos que el gentilicio sefardí o sefard procede de Sefarad, nombre bíblico de España. Los sefardí se habia asentado desde la época del Bajo imperio romano en la península participando activamente en la vida política y cultural del país. El decreto de expulsión de los Reyes Católicos (1492) obligó a los que no quisieron abrazar el cristianismo a abandonar Castilla y Aragón, dispersándose por distintos países de Europa, Africa y el Mediterráneo oriental, entonces bajo el dominio otomano. En sus países adoptivos se organizaron en comunidades y conservaron la lengua castellana. Se cree que un grupo de los expulsados llegaron con los conquistadores a América, aunque por las circunstancias reinantes su paso al Nuevo Continente no esté oficialmente registrado.

El texto que presenta la obra dice:
«In the exile the only homeland that exist is the language. This is a history of memories. Memories touched from the magic of a picture and of words. Memories because they were being brought up in the move of time, creating encouters, coincidences and together they waked up from the past. With these images I convence in them, this history of yours, laceration and exile.»

***
Como conlusión vemos que la obra tiene su punto de partida en una experiencia personal, una experiencia que sin embargo es compartida por los miles de nuevos suecos que empiezan a echar raíces en este país. Pero es la historia del alejamiento de una cultura para iniciar un proceso de incorporación a otra que han vivido todos los inmigrantes a través de toda la historia del hombre.


* Ximena Narea es historiadora y crítica de arte

Fotos: Miguel Gabard (Nr 2,3), Pedro Ordenes (Nr 1), Archivo del artista (imágenes de los niños)






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